Etiqueta: otoño 2025

  • Realidad contemplativa

    Realidad contemplativa

    17/12/2025

    Querida libreta número dos,

    No te ofendas: que seas la libreta dos no te hace menos importante. De hecho, tu apariencia es más vistosa y tu lugar de procedencia más interesante. A libreta uno la compré en el bazar del barrio, a ti en Moreton-in-Marsh, en una papelería llena de Alicias en el País de las Maravillas, Peters Rabbits y tazas con la cara de Carlos III. Libreta uno es naranja, de tapa blandurria. Tú, en cambio, presumes de ilustración -un conejo que, sin ser Peter Rabbit, da bastante el pego-. Sois como hijas mías, con la mala leche de vuestra madre y el mismo pelo agradecido, pero con diferente contenido y opuesto destino. Libreta uno soporta el peso del manuscrito que nunca imaginé escribir. Me tiene aterrada, se comporta como una adolescente a la que ya no soy capaz de controlar. Reviso sus tachones, releo entre sus líneas desordenadas, y sueño -cuando puedo dormir- con que vuelve a estar en blanco.

    Quiero olvidar, pero es imposible olvidar algo en lo que todavía no crees. Creo que el tiempo viene bien para eso, confío en su vejez y en sus tablas -que mierda ya luce una cuanta en los zapatos-.

    Libreta uno te lleva sesenta páginas de ventaja. Me escucha, me mueve la mano. La mano siente, el corazón piensa, la mente solo está. Y yo pierdo penas cuando mueve la mano y la mano siente y la mano escribe, y la respiración baila a un compás que puedo asumir. Libreta dos, llega tu turno. Aquí sentadas en el sofá, un miércoles de diciembre por la mañana, manteniendo esta extraña comunicación. En la tele, la playlist de Youtube Home Alone Vibes Cozy Chaos & Holiday Mischief, sobre el puff Arenita, mirándome raro -en realidad es su cara-. Llevo un pijama rosa y blanco plagado de microbolitas. Vuelan cacatúas más allá de la barandilla; en el salón, vuelo yo a mi manera. Tengo un cielo bajo los hombros y dos alas llenas de plumas amarillas que se activan cuando aparece el miedo. Quisiera que la Navidad solo fuera Navidad y que el frío fuera solo frío, y que la magia pasara por esta casa y me diera las claves para sonreír sin que las mejillas se me llenen de grietas -que tal vez no las veas, pero están-.

    En algunas hay sinsentido y pánico, de lejos mi abuela preparando natillas, un lapicero con forma de payaso y dos centollos disfrazados de elfos. En otras, las arañas y demás asesinos en serie campan a sus anchas, al lado de la foto que me saqué el 24 de septiembre, con los ojillos medio cerrados y la boca torcida. En las más pequeñitas -grietitas-, hay chistes y telenovelas, y «por qué vas a pensar mal pudiendo pensar bien» -para reducir el golpe, para que el alivio pese de tanta alegría, yo qué sé, qué quieres que te diga-. Tengo tantas, pero tantas grietas que no sé por cuál de todas entrará la luz, así que seguiré ojo avizor, con mi ejército de atenciones en cada poro, con esta nueva realidad contemplativa.

    El color teja ha explotado al fin en las copas de los árboles, hay agua en los platos de las macetas y yo tengo dos cicatrices que todavía no me conocen lo suficiente y ya se han acomodado en mi piel. Que me perdonen los chats pendientes y los pendientes que ya no me pongo, y las puestas de sol que me perderé mientras las nubes sigan llamando la atención -egocéntricas-. Nada es tan importante como llegar a ti, escribí en 2014, cuando hacía de todo menos llegar a mí. Todo se aprende cuando se aprende, igual que todo llega cuando llega. Estas semanas he escrito cosas como que para enamorarse hay que dejarse estrellar y que «un post de Instagram me ha dicho que merezco que me quieran» y también que el abrazo que no se gasta cuando debe darse, caduca -y deja un hueco extraño que ya nunca se ocupará-. He leído mucho. Ya nadie escribe cartas, Los nombres propios, Comerás flores, Budín del cielo, Han cantado bingo y Dorayaki. Me han dicho, delante de las alcachofas en Mercadona, que me querían mucho. Volví a ver Mientras dormías y le dediqué un capítulo del manuscrito -libreta uno, tú ya sabes- y escribí otro sobre los ramos de flores que les entregan a los actores que dejan las series, y se lo leí a mi madre en voz alta y lloró, aunque yo no quería hacerla llorar. He recibido mimos que nunca quise, ya no como dulces -pero soy más dulce, pero también más amarga- y no sé qué haría si Taylor Swift no hubiera escrito Opalite.

    Querida libreta número dos, no sé si has entendido algo de esto, sueno críptica y parece que me quiero hacer la interesante, pero nada más lejos de la realidad. Voy a tientas porque si piso fuerte, igual me anclo al barro y a ver quién me saca de ahí.

    Mañana, si doy un paseo o me tomo un café cuqui, ya te contaré cosas más guays, te lo prometo.

    Gracias y besitos.

  • Mientras el amor vuelva a la vida

    Mientras el amor vuelva a la vida

    Jueves, 9 de octubre.

    Acaba de terminar una película cuyo título soy incapaz de recordar. Una viuda viaja a Escocia con las cenizas de su marido, por varios motivos no muy extendidos en la trama. Pero, ¿a quién le importa eso? El paisaje es lo suficientemente hermoso como para sostener una historia plana. Entre ovejas, casas reconvertidas en pensiones y títulos nobiliarios, surge el amor. Otro viudo. Para algunos escritores –personas en general–, el amor solo puede extinguirse con el fallecimiento del otro y, por supuesto, renacer de la manera más ñoña posible. A mí, mientras vuelva a la vida, como si me pilla en pijama.

    Veréis… la película no pasará a mis favoritas, pero sí que ha despertado algo entre tanta lluvia: el placer de lo sencillo, la tranquilidad del «lo que ves es lo que hay», sin cristales tintados ni sorpresas al doblar la página. Me ha recordado al cielo de opalita de Taylor Swift, ese comienzo de esperanza tras la noche de ónix. Para ella, que creció definiendo el amor como rojo –y luego dorado, y más tarde granate– al fin comprendió que, en realidad, es como una opalita, que solo refleja la luz que ya te aporta el otro. «Tienes que crear tu propia felicidad», creo que dijo. Y justo eso me recordó a Ana María Matute y a su «El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad».

    Este mediodía, mientras hacía cola para comprar la comida, pensaba que he gastado ya demasiados siglos escribiendo con bolígrafos negros sobre personas que nunca han merecido mi amor –tan sumamente estancado en el tiempo–. Tengo nombres tachados, pasados en llamas y un futuro lleno de incógnitas. Pero también una luz cegadora, imperecedera. Y un nuevo bolígrafo que ya estoy usando en mi imaginación. No quiero complicaciones, porque sé que llegan solas. Solo aspiro a ser una princesa básica, como una camiseta blanca de manga corta, o como esa vida, tan criticada, de una showgirl.

  • No me recuerdas a nadie

    No me recuerdas a nadie

    Tenía solo cinco años cuando se estrenó Misterioso asesinato en Manhattan, por lo que supongo que llegó a mi vida tiempo después. Pongamos que ya tuviera doce cuando, en el videoclub del barrio, me pusiera de puntillas, leyera la sinopsis en la cinta VHS y agarrara el cartoncito pertinente. Me veo, como si fuera ayer, recitando -como la tabla del cinco- el DNI de mi hermana, la socia oficial. Pagaba y, con mi tesoro guardado en la mochila, entraba a Consum a por palomitas de microondas y Coca-Cola. A veces, completaba la merienda con pizza margarita congelada.

    Esas primeras veces sola, mágicas, absolutamente salvajes en el sentido más inocente del adjetivo. Cantaba a voz en grito, saltaba encima del sofá y echaba a correr si, en el pasillo, una pizca de frío me recorría la nuca -fantasmas, pensaba-. Qué olvidable nos parece entonces todo lo inolvidable. Qué rápido nos deshacemos de esas tardes de películas -¡las primeras que pagamos nosotras! ¡las primeras que elegimos nosotras!-. Las doblamos como folios que ya no necesitamos; folios garabateados de arte abstracto, huecos infinitos que resuenan como viejas melodías. Todo se repite, dicen los padres. Eso ya lo he vivido, eso ya lo he olido, eso ya lo he escuchado. Pero se equivocan, puesto que nunca la misma nota cae sobre el mismo cuerpo. Cada alma, cada desafine y cada manera de mascar chicle, es única e intransferible.

    Mis folios, los que escribí aquellas horas de guiones fabulosos, de cara a un televisor común dentro de un piso corriente, se perdieron. O eso creí. En realidad, se quedaron enganchados entre el primer y el segundo cajón de mi mesita de noche. Porque esa chiquilla, la que temía que llamaran al timbre comerciales de telefonía o Testigos de Jehová, o que su hermana tardara -y no la pillara fresca para contarle los chismes del colegio- o que su madre hubiera tenido una jornada de asco y estuviera triste -me gusta mucho decir “de asco”, como la lasaña “asco” prefabricada o la ensalada “asco” de Florette-, sigue aquí.

    Anoche, cuando leí que Diane Keaton había fallecido, sé que no solo lloré por la tristeza de su pérdida, sino por la alegría de mi encuentro. Sigo ilusionándome tan alto que el taburete ridículo de mi cocina no alcanza. Sigo cerrando los ojos y viendo praderas, cielos rosas y miles de comienzos; a Audrey Hepburn bajo la lluvia, sosteniendo a su gato sin nombre, a Lucy saltando a las vías del metro y al Primer Ministro bailando Jump for my love. Sigo acordándome -incluso- de tanto en tanto de Amélie, sin saber por qué, y me gustaría decirle que nunca son tiempos difíciles para los soñadores.

    Sigo enamorándome de las hojas amarillas, de las mujeres con corbata y de las sonrisas que sé que he visto, pero no sé dónde. O sí.

    Sí lo sé.

    A mí, la sonrisa de Diane me recuerda a esa felicidad que te suena de algo y luego caes: ¡Pues claro! ¡Es porque yo también la he vivido!

    Es poesía.

    Y fuerza.

    (¿Acaso no son los mismo?)

    Si algo he aprendido de las mujeres como Diane es que, Cuando menos te lo esperas, la vida te cambia para bien.

    Y llevaba demasiados días pensando que solo puede cambiar para mal.

    Así que gracias por la esperanza.

    O, como me gusta decir desde el 30 de agosto -esto solo lo entenderán muy pocas-, gracias por esa última luz encendida.

  • Las mujeres de mi vida

    Las mujeres de mi vida

    Hace unas horas, en el trabajo, he leído este titular en Muy Interesante: «La luna se aleja cada año y nadie lo nota». También, que el cosmos tiene memoria y que soñar despierto puede convertirse en un problema clínico. En ocasiones, me gusta entrar por si encuentro inspiración para desarrollar algún texto o concepto. Os sorprendería la de veces que he hallado poesía en el tejido del universo. Me imagino sentada en Saturno, mirando al espacio desde una silla de playa. Escribo con un lápiz rosa que caminar por el suelo fue una experiencia de cinco estrellas, y las luces de los semáforos rebotando en mis córneas, lo más parecido al firmamento a pie de calle. Escribo que el tiempo es un animal salvaje y la memoria un chicle, que tengo amor hasta aburrirme el domingo por la tarde y un miedo que, si lo vendiera a euro por gramo, sería millonaria. Me acuerdo de todas las veces en las que habré dicho «estoy bien» sin estarlo, tal y como hacen todas y cada una de las mujeres de mi vida. Familia, amigas, conocidas. ¿Qué estarán haciendo a estas horas? ¿Ver Pasapalabra? ¿Preparar la comida de mañana? ¿Tomar un vino y fingir que no hay nada que quieran cambiar?

    Las mujeres de mi vida son increíbles y no se dan cuenta. Yo sé que todas pensaréis esto, pero es que las mías son tan difíciles de encontrar, tan intensas, tan fuertes. Se critican en escaparates y en probadores, se niegan a salir en las fotos, nunca se ven tan guapas como te ven a ti. Mueven planetas, cosen -y provocan- heridas, tienden las camisas por el cuello, meten la pata, discuten sobre series. Algunas necesitan gafas, otras manguitos. Ceden más que unos vaqueros elásticos, corren como Phoebe para no perder ningún tren -y para que no se les queme el arroz, faltaría más-, empujan carritos o sillas de ruedas, incluso proyectos; a veces, grandes esperanzas, duelos omitidos, enormes traumas. Las mujeres de mi vida sonríen cuando les preguntan -a veces, incluso les sorprende ser vistas-. Todo bien, sí. No me puedo quejar. Mientras haya salud y trabajo, pues tiraremos. Cruzan los dedos y fruncen el ceño dándole vueltas. ¿Pero cómo estás tú -tú eres importante, yo ya estoy vieja-?, removiendo las patatas, silenciando la televisión.

    Ayer, una de ellas, me encendió una velita en Roma -a San Antonio- para que esté bien y me salga un buen chico. Alguien que me quiera sin guerras pendientes, ni alergia a las conversaciones. Uno que se levante con la primera alarma y me pregunte cómo estoy con el corazón. Esas mujeres, las mujeres de mi vida, te envían mensajes si localizan antes que tú la señal que has pedido al cielo. ¿Has visto, nena? Lagartija, aquí lo pone. Se desvelan de madrugada, lloran bajito para no despertar a nadie y rezan para que los pensamientos oscuros respeten las horas hasta el nuevo día. Algunas te dejan notitas con croissants de chocolate, otras te regalan piedras y ramitas de romero. Las que más te quieren, se ponen en un maldito segundo -y tercero, y cuarto- lugar. Cambian planes por nietos, hermanas, hijos, amigas. No importa. Lo primero es lo primero. Lo mío puede esperar. ¿Os suena? Y así siguen, haciendo como que nada les duele. Consumen antiinflamatorios, meditaciones guiadas, decenas de vídeos guardados de consejos de psicólogos. Sus búsquedas en Google o las tiradas del tarot interpretadas por ChatGPT, ni mirarlas. ¿Qué tendré? ¿Él me querrá? ¿Cómo ayudo a mi hija? ¿Qué hago con mi vida? ¿Y si empiezo de cero?

    Hace unas horas, al salir del trabajo, le he comprado un ramo de lavanda a mi madre porque -por si no sé expresarlo con palabras- quiero que sienta el aroma de la tranquilidad que me ha brindado en todas mis preocupaciones.

    A veces siento que me he pasado la vida pensando en los hombres de mi vida, cuando lo único que me construido, me ha ayudado y me ha salvado, han sido ellas.

    Así que no sé, supongo que solo me queda dar las gracias.

    Feliz noche a todas.