Hubo un tiempo en el que no necesitaba más que unos cuantos abalorios y un buen escote en la espalda. Tenía veinticinco años y la vida, a poco que apretara, me cabía dentro de una agenda con ilustraciones de París. Me veía flaca, cenaba tarde, me sentía perdida. Ahora estoy igual. Con esa sensación de no estar nunca donde debo o donde amo. Entonces bebía café solo, merendaba cupcakes en locales que ya no existen y me maquillaba los ojos como si siempre fuera Nochevieja.
Anhelaba lo que otros tenían. Comida china compartida, alguien a quien lanzarle las palomitas, como hacen los enamorados en las películas. Cimientos. Una buena escaleta. Apartamento en la playa, sin riesgo ni interés. Deseaba una nube rosa en la que sentarme a inventarme los nombres de la gente. Tener de vecina a Vicenta, de Aquí no hay quien viva, y de tío simpático a Antonio Resines. Un unicornio del tamaño de un caniche, una sala llena de pócimas, hierbas y bolas de cristal. Una librería llena de flores y velas perfumadas, un buzón mágico para las cartas que uno mandaría al cielo. Mudarme a Brujas o a Florencia. O a un sueño.
En 2013 leía sobre vampiros y sobre bibliotecas eternas. Escribía sobre señoras que venían a Zara todos los días, sobre conquistar metas y sobre el -gigante, doloroso y profundo- amor. ¿Por qué viajo en el tiempo? Porque los últimos meses me han hecho replantearme casi una década. Y me miro en el espejo, con el tinte en el pelo y, sin reparo -pero con pena-, soy capaz de confesar lo que realmente siento: si la cara es el reflejo del alma, que alguien me dé un abrazo y me deje llorar tranquila.
No recuerdo quién dijo que no se debe volver al lugar donde uno fue feliz, pero no estoy de acuerdo. A mí, sin dudarlo ni un instante, lo que más felicidad me ha procurado -esto, según quien lea, le puede parecer tristísimo u ofensivo incluso- ha sido publicar en mi blog.
En mi WordPress.
En mi casa.
Eso es lo que quiero. No quiero ganchos, retenciones, ni guardados. No quiero ser una mujer pegada a un teléfono mirando con ansiedad las visualizaciones. No puedo permitirme la espera angustiosa de un «sí» que, tal vez, nunca llegue. Lo que quiero no es más que lo que ya he sido. Y lo que ya soy: escritora.
Alguien que ya no sale los jueves pero que sigue preocupándose por cumplir expectativas, encontrar un buen amor y gustarle a los demás. Que se viene abajo por una crítica destructiva pero que busca la manera de levantarse y reencontrarse a toda costa con la belleza.
La noche que estrené aquel vestido gris, solo era una chica intentando explicarse a sí misma cosas que nadie le había explicado.
Supongo que tampoco he cambiado tanto.
