Jueves, 9 de octubre.
Acaba de terminar una película cuyo título soy incapaz de recordar. Una viuda viaja a Escocia con las cenizas de su marido, por varios motivos no muy extendidos en la trama. Pero, ¿a quién le importa eso? El paisaje es lo suficientemente hermoso como para sostener una historia plana. Entre ovejas, casas reconvertidas en pensiones y títulos nobiliarios, surge el amor. Otro viudo. Para algunos escritores –personas en general–, el amor solo puede extinguirse con el fallecimiento del otro y, por supuesto, renacer de la manera más ñoña posible. A mí, mientras vuelva a la vida, como si me pilla en pijama.
Veréis… la película no pasará a mis favoritas, pero sí que ha despertado algo entre tanta lluvia: el placer de lo sencillo, la tranquilidad del «lo que ves es lo que hay», sin cristales tintados ni sorpresas al doblar la página. Me ha recordado al cielo de opalita de Taylor Swift, ese comienzo de esperanza tras la noche de ónix. Para ella, que creció definiendo el amor como rojo –y luego dorado, y más tarde granate– al fin comprendió que, en realidad, es como una opalita, que solo refleja la luz que ya te aporta el otro. «Tienes que crear tu propia felicidad», creo que dijo. Y justo eso me recordó a Ana María Matute y a su «El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad».
Este mediodía, mientras hacía cola para comprar la comida, pensaba que he gastado ya demasiados siglos escribiendo con bolígrafos negros sobre personas que nunca han merecido mi amor –tan sumamente estancado en el tiempo–. Tengo nombres tachados, pasados en llamas y un futuro lleno de incógnitas. Pero también una luz cegadora, imperecedera. Y un nuevo bolígrafo que ya estoy usando en mi imaginación. No quiero complicaciones, porque sé que llegan solas. Solo aspiro a ser una princesa básica, como una camiseta blanca de manga corta, o como esa vida, tan criticada, de una showgirl.




