No me recuerdas a nadie

Tenía solo cinco años cuando se estrenó Misterioso asesinato en Manhattan, por lo que supongo que llegó a mi vida tiempo después. Pongamos que ya tuviera doce cuando, en el videoclub del barrio, me pusiera de puntillas, leyera la sinopsis en la cinta VHS y agarrara el cartoncito pertinente. Me veo, como si fuera ayer, recitando -como la tabla del cinco- el DNI de mi hermana, la socia oficial. Pagaba y, con mi tesoro guardado en la mochila, entraba a Consum a por palomitas de microondas y Coca-Cola. A veces, completaba la merienda con pizza margarita congelada.

Esas primeras veces sola, mágicas, absolutamente salvajes en el sentido más inocente del adjetivo. Cantaba a voz en grito, saltaba encima del sofá y echaba a correr si, en el pasillo, una pizca de frío me recorría la nuca -fantasmas, pensaba-. Qué olvidable nos parece entonces todo lo inolvidable. Qué rápido nos deshacemos de esas tardes de películas -¡las primeras que pagamos nosotras! ¡las primeras que elegimos nosotras!-. Las doblamos como folios que ya no necesitamos; folios garabateados de arte abstracto, huecos infinitos que resuenan como viejas melodías. Todo se repite, dicen los padres. Eso ya lo he vivido, eso ya lo he olido, eso ya lo he escuchado. Pero se equivocan, puesto que nunca la misma nota cae sobre el mismo cuerpo. Cada alma, cada desafine y cada manera de mascar chicle, es única e intransferible.

Mis folios, los que escribí aquellas horas de guiones fabulosos, de cara a un televisor común dentro de un piso corriente, se perdieron. O eso creí. En realidad, se quedaron enganchados entre el primer y el segundo cajón de mi mesita de noche. Porque esa chiquilla, la que temía que llamaran al timbre comerciales de telefonía o Testigos de Jehová, o que su hermana tardara -y no la pillara fresca para contarle los chismes del colegio- o que su madre hubiera tenido una jornada de asco y estuviera triste -me gusta mucho decir “de asco”, como la lasaña “asco” prefabricada o la ensalada “asco” de Florette-, sigue aquí.

Anoche, cuando leí que Diane Keaton había fallecido, sé que no solo lloré por la tristeza de su pérdida, sino por la alegría de mi encuentro. Sigo ilusionándome tan alto que el taburete ridículo de mi cocina no alcanza. Sigo cerrando los ojos y viendo praderas, cielos rosas y miles de comienzos; a Audrey Hepburn bajo la lluvia, sosteniendo a su gato sin nombre, a Lucy saltando a las vías del metro y al Primer Ministro bailando Jump for my love. Sigo acordándome -incluso- de tanto en tanto de Amélie, sin saber por qué, y me gustaría decirle que nunca son tiempos difíciles para los soñadores.

Sigo enamorándome de las hojas amarillas, de las mujeres con corbata y de las sonrisas que sé que he visto, pero no sé dónde. O sí.

Sí lo sé.

A mí, la sonrisa de Diane me recuerda a esa felicidad que te suena de algo y luego caes: ¡Pues claro! ¡Es porque yo también la he vivido!

Es poesía.

Y fuerza.

(¿Acaso no son los mismo?)

Si algo he aprendido de las mujeres como Diane es que, Cuando menos te lo esperas, la vida te cambia para bien.

Y llevaba demasiados días pensando que solo puede cambiar para mal.

Así que gracias por la esperanza.

O, como me gusta decir desde el 30 de agosto -esto solo lo entenderán muy pocas-, gracias por esa última luz encendida.


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